Yo no sé contar historias. No tengo la capacidad de crear un relato que sea interesante y mucho menos que te hagan pensar o te remueva por dentro. Es más, aprendí tarde a leer y escribir, aunque tampoco me ha servido para mucho. Como no sé inventar historias, voy a contarte la mía, ni es bonita, ni es fantástica y es posible que no te importe una mierda. Ya estás avisado.
Me llamo Zakarie, ahora tengo veintidós años, pero todo esto comenzó hace ya un tiempo. Nací y me crié en Beni Saf, una ciudad de la costa de Argelia. Se podría decir que era una ciudad bonita, aunque tardé demasiado tiempo en ver otras ciudades y pueblos como para poder compararlos con la mía. En casa éramos cinco, luego fuimos cuatro y al final solo quedaron tres.
En Beni Saf, si tenías más de quince años, solo podías tener dos ideas en tu cabeza. La primera, la de siempre, trabajar en la mina. El hierro había fundado la ciudad, bueno, el hierro y los franceses que vinieron a por él. Casi todas la familias seguían teniendo algún vínculo con la mina y no era complicado poder empezar a trabajar en ella. La segunda, seguir con la mirada el gasoducto que se ocultaba bajo nuestros pies y que transportaba el gas africano hasta Europa. Eso fue lo que hizo mi hermano Hamza.
Si me hubieran preguntado a mi… personalmente no tenía ningún interés en ninguna de estas dos cosas, hubiera preferido quedarme en el Beni Saf. Mi plan era otro, quería empezar a trabajar en alguno de los bares del puerto como había hecho mi amigo Rida y con el tiempo, poder tener mi pequeño restaurante cerca de la playa. La rutina podría ser sencilla y podría encargarme de llevar algo de dinero a casa. No es que fuera un cobarde o que no tuviera grandes aspiraciones como los demás chicos, solo que mis planes ya me parecían suficientemente grandes.
Pero mi hermano Hamza había seguido ese gasoducto hace ya dos años y en casa se seguía celebrando como si hubiera pisado la luna.
Lo suyo fue una obsesión. Había pasado demasiado tiempo imaginando cómo sería la vida fuera de Beni Saf como para renunciar a esa idea sin haberlo siquiera intentado antes. “Zakarie tienes que tener la vista más larga y las ideas más claras” me dijo mi hermano la tarde en la que fui consciente de que ya lo tenía todo planeado.
Y eso fue lo que ocurrió, con la convicción de estar caminando por el único camino que tienes a la vista, se subió a aquel ferry. Para ser más exactos, se coló durante la noche atravesando a hurtadillas la pasarela y consiguió llegar a la bandeja de proa, ocultándose en la compuerta de seguridad. Una vez allí, y después de asegurarse que nadie lo seguía, se abrigó con toda la ropa que había podido meter en una pequeña mochila y esperó tumbado a que la llegada del día hiciera zarpar el barco. Según me dijo él mismo “No fue para tanto, casi me quedo dormido si no fuera por el ruido de los motores” aunque estoy seguro que los detalles de los peores momentos no me los contó. Con la llegada del día, el ferry encendió sus motores y comenzó a moverse. Hamza sabía que ahora venía la parte fácil, esperar durante un buen rato hasta estar cerca de la costa. Al ver de lejos los edificios plateados del puerto se incorporó y, tomando todo el impulso que el reducido espacio en el que estaba le permitió, cogió aire y saltó al mar con todas sus fuerzas intentando caer lo más alejado posible del ferry. El golpe contra el agua fue mucho más fuerte de lo que él esperaba y estuvo medio aturdido, aunque el frío logró espabilarlo. La idea era aguantar bajo aquella agua helada el máximo tiempo posible para evitar que alguien lo viera flotando.
A los pocos minutos pudo ver como aquel barco se hacía cada vez más pequeño en la distancia y como sus posibilidades de poder llegar a la costa sin que nadie lo viera se hacían cada vez más grandes. Se desprendió de toda la ropa extra que le había abrigado durante la noche y que ahora le impedía flotar y comenzó a nadar. Su plan acaba ahí, a partir de ese momento tuvo que improvisar. Desde el mar se veían con claridad los edificios altos que bordeaban la playa y que debía evitar. Si llegaba nadando a esa zona seguro que alguien lo vería y no tardaría en tener problemas. No me supo decir cuánto tiempo estuvo descansando mientras flotaba bocarriba y cuánto tiempo estuvo nadando, pero logró llegar a las piedras que formaban el último espigón de un puerto que, por el estado ruinoso en el que estaba, parecía en desuso. Con todas las fuerzas que le quedaban en sus brazos se agarró a la primera piedra cuadrada y gigante que encontró. Respiró profundamente, llenando de aire su pecho y se impulsó hacia arriba, consiguiendo salir del agua y sentarse en una de esas piedras que formaban lo que parecía un camino sobre el mar. Allí, agotado y sin tiempo apenas para ser consciente de lo que había conseguido, decidió descansar unos minutos. Se quedó dormido.
La idea que todos los jóvenes tenían de la gente que lograba llegar a Europa era la imagen de los triunfadores. Gente que lograba vivir la vida que siempre había visto en la televisión e incluso mandar el dinero que le sobraba a su familia. Algunos de ellos venían en verano con viejos coches cargados de regalos, los que no venían cada verano no te contaban el agujero en el que estaban metidos, aunque eso no le importaba a casi nadie. Mi hermano ni venía en coche ni enviaba regalos. Se dedicaba a mandar al móvil algunos mensajes en los que nos contaba el paso de sus días, aunque siempre con pocas palabras y menos detalles.
Si Hamza supiera lo que le esperaba quizá tampoco hubiera tenido ningún interés en dejar todo atrás.
Si mi madre supiera cómo vivía realmente su hijo no hubiera insistido tanto en que yo me marchara tras él.
Hamza sí que llegó a pisar la luna, el problema es que se había quedado atrapado en ella.