Capítulo 2. Inflexión.

Hace un año que falleció Mousa. En los seis años que estuve trabajando en taller con él se convirtió casi en un padre para mí. Al principio nos costó confiar el uno en el otro, pero la cercanía y el contacto hizo que desarrolláramos un vínculo único. Mousa tenía un hijo del que no sabía nada en algún lugar del mundo. Su esposa cayó en depresión y se quitó la vida siendo aún muy joven, y su hijo solo tuvo como vía de salida emprender el camino a Europa. De vez en cuando le mandaba algo de dinero, pero no tenían apenas contacto el uno con el otro. Quizá Mousa veía en mi algo de su hijo, o quizá todo lo contrario. Nunca supe si lo odiaba o lo amaba. Quizá ambas cosas. Nunca se volvieron a ver. Su hijo no sabría que su padre había muerto, desconocía como podía ponerme en contacto con él. Si su padre no lo había hecho, ¿quién era yo para contradecir a los muertos?

Siendo así las cosas yo me quedé con el taller. Era lo que él quería. En estos siete años Tamanrasset había cambiado poco, pero yo sí que lo había hecho. Había conocido a Teenemba. Teenemba era la hija del panadero donde iba a comprar el pan todos los días. Ella le ayudaba cuando volvía de la escuela a atender la tienda. Siempre nos sonreíamos a escondidas, pero su padre se dio cuenta, y, cuando me veía llegar, la mandaba a la trastienda. Es curioso como cambió de actitud cuando me hice cargo del taller tras la muerte de Mousa. No solo no la reprendía, sino que directamente me ofrecía tomar algo con ellos. De ahí pasamos a dar algún paseo en compañía de su prima, y de ahí a casarnos. No hubo necesidad ni opción de conocernos más. Ambos estábamos seguros de que lo queríamos así.

Teenemba ahora ya no va a la escuela, ahora ayuda a su padre en la tienda y a su madre en su casa. Hace cinco meses que está embarazada y yo no puedo ser más feliz. El taller en cambio sigue igual. Sigo arreglando camiones. Siguen bajándose muchachos al parar, a veces a escondidas, a veces sin fuerzas para intentarlo. De todas formas, ¿para qué esconderse? Cuando podía, hacía como me enseñó Mousa e intentaba hacer lo posible por mejorar las condiciones de donde viajaban, aunque la mayoría de las veces el conductor del camión no quería que tocáramos nada. Hablando con los conductores descarté totalmente que se colaran en los camiones. La inmensa mayoría conocían perfectamente que esos jóvenes estaban ahí y de esos, todos reconocían cobrar extra por llevarlos. «La vida es muy difícil, esto lo hace un poco más fácil» decían señalándose el bolsillo donde guardaban el dinero. No los culpo. Aquí cada uno sobrevive como puede. Lo que está bien o mal depende de lo que te hayan enseñado de pequeño y lo que hayas vivido hasta llegar a este momento. Mirando a mi alrededor me considero un privilegiado. Tengo trabajo, mujer, y pronto, espero que un hijo fuerte y sano, ¿qué más puedo pedir?

Podría pedir que se acabaran las pesadillas recurrentes que llevo teniendo desde que llegó el primer camión transportando jóvenes. En ellas soy yo el emigrante y todas las noches muero de algún modo horrible: ahogado sin aire suficiente para respirar, aplastado por la maquinaria del motor o cocido por el calor que desprende el metal recalentado. Cuantos más camiones llegan, más pesadillas tengo.

Llegué a la conclusión de que hay una relación evidente, así que sabía que tenía hacer algo al respecto. Empecé por interesarme por la vida de esos jóvenes. Cuando tenía la oportunidad, les preguntaba de dónde venían, a dónde iban, a quién le habían pagado y cuánto. Tras unos meses tenía una idea clara de las principales rutas que llegaban a Tamanrasset desde Gao o Agadez y las que partían de Tamanrasset hasta Sebah o In Salah. También conocía los nombres de quién organizaba los viajes desde aquí y lo que les prometían. Sabiendo lo que les habían prometido antes de venir y lo que habían vivido para llegar, sabía que aquí también se mentía y exageraba como parte del trabajo. Todos lo sabían, los que decidían continuar el viaje, los que decidían quedarse y los que decidían volver. También los que comerciaban con la vida de esos jóvenes. Ese pensamiento era el que no se me iba de la cabeza, mentir para ganar más dinero sabiendo que la consecuencia, en muchas ocasiones, era la vida de alguien.  

La semana pasada empecé a comprar grandes hojas de papel y brochas. Hice unos carteles en los que denunciaba a Mamadou, el más deshonesto y el que menos escrúpulos tenía en meter a mujeres embarazadas y niños en peligro. También escribí ejemplos de casos que habían acabado con la muerte de alguno de aquellos jóvenes. Anoche salí de casa a escondidas cuando todo el mundo dormía. Teenemba ni se dio cuenta. Me dirigí al barrio de casas casi en ruinas donde sabía que se alojaban los recién llegados. Lo recordaba bien, no hace mucho yo era uno de ellos. Coloqué los carteles bien visibles y volví a casa a dormir.

Esta mañana estaba trabajando en el taller, con una sonrisa un poco más grande que de costumbre. Estaba bastante orgulloso de mi pequeño secreto, aunque no me duró mucho la alegría. Sobre mediodía apareció un grupo de cuatro hombres, venían directos hacia mi con gesto serio. Al llegar me golpearon en la sien y caí al suelo perdiendo el conocimiento. Ahora estoy sentado en una habitación sin ventanas, con las manos atadas a la espalda. Un líquido espeso me baja por la sien. No sé cuantas horas llevo aquí, pero no paro de pensar en Teenemba y en mi hijo aún por nacer. Entonces empiezo a oír algunos ruidos que vienen de la habitación de al lado, la puerta empieza a abrirse lentamente y Mamadou entra con una vela encendida. Miles de incógnitas se agolpan en mi cabeza, pero tengo la certeza de que haría cualquier cosa por salir de allí con vida.


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