6:30. Alarma. Ducha. Café. Coche.
Repeticiones que parecen infinitas, ciclos sin fin, destinados a repetirse. Nacer. Crecer. Relacionarse. Reproducirse (o no). Morir. Morir. Morir. Morir. Morir. Morir. Morir. Morir. Morir. Morir. Morir. Morir. Morir. Morir. Morir. Morir. Morir.
6.30. Suena la alarma. Ducha. Café. Coche.
Morir en soledad. Con el abrazo de la nada. Con lágrimas no enjugadas. Con tu última exhalación no escuchada. Morir rodeado de seres de plástico, con el único tacto de una mano envuelta en triple guante. Con una caricia de nitrilo, con susurros tamizados por ffp2, con miradas húmedas que buscan una conexión cuando todo lo demás falla.
6.30. Alarma. Café. Café. Coche.
- “Tranquila, todo va a ir bien, voy a quedarme contigo hasta que estés dormida, todo esto va a pasar, y vas a poder descansar, no más sufrimiento. Tranquila, busca en tu mente un recuerdo placentero, un atardecer de primavera, rodeada de tus seres queridos, la risa de tus sobrinos en la distancia, mientras juegan. Tranquila, todo va a ir bien.”
Cojo la mano de mi paciente, hasta que la sedación comienza a hacer efecto, Acaricio su frente, aunque vaya en contra del protocolo, mientras la medicación consigue eliminar su sufrimiento. Una lágrima resbala por su mejilla, y por un instante siento una conexión con ella. A través de las brumas de la demencia, de la niebla del delirium, mi voz y mi tacto han conseguido una conexión, fugaz, con un ser humano que está empezando el camino a la no existencia.
6.45. La alarma de nuevo, me despierta de una pesadilla incoherente. Café. Coche.
Creía que estaba preparado para la muerte. Pero estas maneras, esta impotencia, esta desconexión, son nuevas para mi. Ahora me toca redescubrirme de nuevo, volver a encontrar mis límites, adaptarme, llorar, gritar, luchar contra el torno de la sien, dejar de doblar pensamientos. Me engaño a mi mismo y pienso que lo estoy consiguiendo. Y sigo huyendo hacia adelante con el traje de humano funcional que me queda un poco estrecho y me tira de la sisa. Me repito los mantras de siempre. La muerte como parte de la vida, la enfermedad como algo indisoluble del ser humano. Mi propósito es acompañar, soy solo un hombre, un solo hombre, un hombre solo. Recuerda la cita de Borges, que plasma mejor que yo mi propia idea sobre la dicotomía vida y muerte. “La muerte es una vida vivida. La vida es una muerte que viene.” Acepta. No luches. Acepta joder.
¿Alarma? ¿Cuándo ha sonado la alarma?. Ducha rápida. Café doble. Coche. Café.
El cansancio físico va sumando, con casi setenta horas semanales me empieza a pasar factura. La migraña es ahora diaria. No recuerdo el ultimo día que no tuve dolor. Me siento despersonalizado. Como si me viera a mi mismo a través de unos prismáticos, observando como realiza movimientos un autómata. Atrapado en un engranaje, privado de voluntad y libre albedrío.
Mi vida es ahora trabajo y transporte a casa, descanso y vuelta a empezar. Pequeñas píldoras de ternura me devuelven a mi realidad cotidiana y familiar. Besos de mariposa y palabras de aliento. Sin ellas… No pondría la alarma si no estuvieran ellas.
¡Papá!, ¡despiértate ya! Mamá te ha hecho café.
Hoy la alarma es mi hija, que trepa a la cama y me despierta para jugar. Un día libre al fin. Remoloneo en la cama, con abrazos blanditos y caricias de juguete. El olor a café llega desde la cocina, me uno a mi mujer. La miro desde muy dentro. Espero que sepa que es mi ancla con lo cotidiano, con lo amable, con lo amado. Juego con mi hija durante la mañana, aunque a ratos me noto ausente. Y entonces, como un puñetazo en la mandíbula, una llamada rompe la magia, me informa de otra muerte más, una muerte inesperada, brusca, que ya contábamos entre las supervivientes, y es el empujón que me faltaba, la gota que me desborda. Noto la opresión en el pecho y la visión que se hace un túnel, noto las sienes palpitando, el grito formándose en la entraña, la impotencia haciéndose corpórea. Soy una bomba de ansiedad a punto de explotar. No quiero que la onda expansiva afecte a nadie. Necesito explotar en soledad. Necesito salir de aquí, me siento como un león en una jaula minúscula. Me equipo, cojo el casco, bajo al garaje. Subo a la moto. El cuerpo me pide velocidad, activado como está por la cascada del cortisol de la ansiedad y el estrés acumulado, así que me entrego sin remordimientos. Me dirijo hacia la autovía, vacía en un domingo de confinamiento municipal. Cuando salgo de la ciudad comienzo a acelerar. El viento silba a través del casco conforme aumentan los dígitos en el cuentakilómetros, cuando llego a 130 comienzo a gritar, y giro más el puño del acelerador y con cada grado de giro, grito con más fuerza. Me imagino que soy como el motor, solo que a la inversa, el acelerador insufla aire en el motor para que explote y mi grito saca aire de mis entrañas para que no explote. A 160 el grito se agota y empiezo a notar como mi cuerpo empieza a relajarse. A 180 decido que es hora de empezar a relajar también la velocidad, comienzo a reducir, salgo de la autovía, paro un momento en el borde de un camino, me quito el casco. Respiro profundamente. Ya está, la ansiedad se ha ido, solo queda la tristeza.
Me dirijo hacia una carretera secundaria, volveré a casa curveando por el fondo de un cañón rocoso, dejándome llevar por el ritmo del camino, sin buscar ya velocidad, sino la danza relajada de las curvas, la sensación de la trazada perfecta, la concentración del pensamiento en la moto, mi cuerpo y la carretera. Todo lo demás es ruido, y está fuera de este momento. Ahora mismo solo existe la danza de las curvas. Vuelvo a casa por el camino largo.
6:30. Alarma. Ducha. Café. Coche. (BIS)