Capítulo 2: La tormenta.

No la vi venir. Ni de lejos ni frente a mis ojos. La tormenta había llegado y tomaba palomitas en mi sofá neuronal. Rondaba los 15 y ni yo mismo entendía lo que me pasaba. De repente todo eran incongruencias, obstáculos, bipolaridades. Buscaba escala de grises y solo hallaba luces y sombras, blancos y negros.

Ahí iba yo, de complexión atlética, alto y destartalado, en busca del balón de fútbol. Pocos años atrás parecía que solo existiera mi familia y el deporte, y ahora en cambio empezaba a notar cierta conciencia social. Conciencia de mi persona perteneciendo a otros colectivos, buscando y adquiriendo mi papel en la sociedad. No estaba solo, aunque muchas veces mi tormenta me repitiera lo contrario.

Todo comenzó ese momento en que me pregunté ¿por qué a mi? No voy a negar que existía algo de sentimientos de fatalidad tras esas interrogaciones, sin embargo,  también algo de egocentrismo placentero en esa punzada. Después de todo, había pasado de intercambiar cromos en el recreo a ocupar mi cabeza con preocupaciones más trascendentales, y eso debía hacerme más especial, ¿no?.

Luego entendí que la pregunta no iba de porqués, sino de qué. ¿Qué me ocurría? La tormenta.

En este año de mi vida constaté que era el momento de probarse. A uno mismo, a los demás, a otras cosas. No tardé en tomar contacto por primera vez con ese brebaje dorado y frío, esa calada que cosquilleaba hasta mi tráquea asfixiando mis alveolos. Me miraba al espejo y me veía invulnerable, pero solo era mi propia ceguera combatiente que no dejaba espacio para la cordura. Era caótico, atormentado y poco neutral.  

En el instituto sentí verdadera curiosidad por el sexo opuesto. Empezaron a despertarse en mí preguntas sobre qué llevaba a esas personas a comportarse , arreglarse y expresarse así. Me planteaba con frecuencia cuál es la llave que me daría el poder de meterme en su cabeza y poder comprender lo que subyacía bajo ese aleteo de pestaña. Fue cuando empecé a percatarme de que no pensaban como nosotros. El mecanismo y conclusión de las deducciones era complejo y probablemente opuesto. Todo lo que yo ponía en práctica eran flechas fallidas. Algo no cuadraba, y es que Adán y Eva, Marte y Venus, parecían de otro planeta.

Con frecuencia una voz en off hacía apariciones en escena. Era difícil obviar la importancia que daba a lo que esperaban de mí. Esa voz me hablaba a través de los ojos de mis amigos, de mis profesores, de mi familia. Los roles paterno y materno sobre mi hombro derecho guiando mi Pepito Grillo. La presión no era poca. A veces me evadía en mi cuarto, esa burbuja donde la lluvia se hacía llovizna. Era mi espacio sagrado. En el aire la música siempre como refugio, traduciendo canciones de otros idiomas, aprendiéndome las letras y anotando frases que se integraban como un mantra.

Recuerdo que en casa la tormenta tuvo consecuencias con mis Pepitos Grillos. Las típicas obligaciones de la convivencia se me hacían un mundo. “Haz la cama”, “dúchate a diario”, “pon la mesa”. A ver en qué libro de obligaciones universales estaba escrito esto. Estaba claro que yo tenía cosas más importantes a las que dedicar mi tiempo, pero ellos no se daban cuenta. Todas las conversaciones finalizaban con la frase lapidaria “mientras vivas en esta casa…”, y el cuento había terminado. Entonces la rabia se apoderaba de mis pupilas, cerraba los puños y apretaba los labios para no empeorar la situación. No, no es fácil estar en mi pellejo.

La tormenta me dio varios giros de volante, y yo en el fondo sólo quería saber quién era. En esa búsqueda intentaba hacerme el cuerdo, pero la espiral de contradicciones tóxicas era constante. Quería cariño, pero no demasiado. Me gustaba esa chica, pero no le hacía caso. Quería que me trataban como adulto, pero aún me sentía un niño.

Y llegó el despertar hormonal. Se alineaban una tras otra, la sobredosis de emociones me aturdía.  Quería con urgencia, odiaba con rabia y esperaba con impaciencia. Y la intensidad era extenuante. Pasaba veranos de invierno perpetuo resoplando la vida.

La impulsividad y esta urgencia, se quedaron conmigo durante estos años de transición. Actualmente es difícil para alguien de mi edad decirle que tienes que esperar para obtener algo, cuando todo se muestra tan cerca, como los anuncios dicen, a un click. ¿Algún día sabré apreciar la lentitud de las cosas? Mi padre me decía que cada cosa lleva intrínseca una lentitud, y que según el nivel que le des de ella, puedes se consciente de cosas diferentes. Altos niveles de lentitud darán lugar un nivel de percepción e introspección máximos, y por ende una valoración más profunda y acertada la situación, objeto o ser vivo en cuestión. Sin embargo, ¿quién emplea la lentitud actualmente? Nada es suficiente, nunca es saciante.

A veces me sentía rodeado de agua buceando a cámara lenta entre sonidos huecos y sordos, dejando cuerpos a los lados mientras intentaba abrirme paso a duras penas, tropezando, resbalando. Huecos, sordos, devoradores de oxígeno. Una constante sucesión de ecuaciones escolares y existenciales que ponían mi vida patas arriba haciéndome cuestionar cada decisión que tomaba.

Y no la vi venir. Ni de lejos ni frente a mis ojos.

Sólo blancos y negros.


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