Capítulo final: ¿Para qué?

No me paré a pensarlo antes. Y desde entonces la idea vuelve periódicamente a rondarme. 23 años no es demasiado joven, pero no había perdido a nadie en mi entorno previamente y no había analizado la idea de la muerte. Ahora tengo 77 y no puedo decir que me haya acostumbrado, pero no ha sido ni una ni dos. Las cosas se llevan de otra manera. El dolor sigue estando, pero la tranquilidad también.

Y pronto seré yo, no digo yo que sea ya, pero próxima está. No puedo evitar mirar a mis hijos y pensar si cuando me vaya ellos tendrán la misma sensación que tuve yo la primera vez. Y es que no fue la reacción que yo esperaba, precisamente. En aquel entonces creo que tenía ciertas creencias religiosas, y lo primero que me vino a la cabeza fue ¿para qué?.

Somos seres racionales, desde pequeños empezamos preguntándonos ¿por qué?, seguimos con el ¿para qué? Y acabamos con el ¿hasta cuándo?. Porqué estamos aquí, con qué finalidad y cuánto tiempo nos queda. Eternas dudas existenciales del ser humano, entre otras. Pues bien, yo el porqué lo tenía en duda, sin prisa, pero el para qué fue lo que me jodió, hablando mal y pronto.

Ese día lo tuve claro. Hemos venido aquí para sufrir viendo morir progresivamente a los que queremos. ¿Acaso los momentos buenos compensan ese dolor? Me dije que no. Tener una gran familia, encontrar amigos incondicionales, crear vínculo con alguien especial…todo eso está muy bien, pero hay trampa. Toda esa felicidad podría transformarse en el doble de tristeza. Siento ponerme tan dramático, pero es que es así. Al menos eso viví yo tras la primera muerte. Era alguien muy cercano, compartíamos vida y mesa. Chorizo y pan. Crónicas Marcianas y Lucecita. A pesar de esos pequeños roces tenia suaves la piel y el alma, y la mirada más tierna que la de un niño.

Como os decía, ahora tengo 77 y he vivido una vida, desde mi perspectiva, apasionante. He querido, he viajado, he llorado, he ganado y he perdido. ¿Cómputo global? Incalculable. Depende del día, incluso de la hora.

Mi primer hijo, Teo, llegó como un torrente de emociones y se fue con 17 años, tras una celosa leucemia. Lía llegó dos años después de Teo, y no me borro de la cabeza el beso en la frente de una adolescente despidiéndose de su hermano. Demasiado pronto le llegó a ella la respuesta al para qué. Mis padres fallecieron, como antes se decía, de mayores, a los 89 y 87 años. Pensé que a esas alturas habría cierto grado de anestesia, pero no. Años antes de su fallecimiento ya me imaginaba el momento y lloraba de pena, de nostalgia de la vida y los nietos que dejaban, y de miedo, de una forma algo egoísta. O no, no lo sé. Ahora que se va acercando mi momento vuelvo a tener miedo de los que dejo. Porque sé como se van a sentir, las preguntas que se van a hacer, el cambio que van a experimentar, los años que les esperan. El duelo íntimo y personal de cada una de las relaciones que nos abandonan. Y me pregunto si yo también he venido a este mundo para hacer sufrir a mis seres queridos cuando me vaya. ¿Merece la pena crear familias, crear amistades, amar de forma incondicional? ¿De qué sirve madurar como persona si los dolores no se maduran? Con 77 años me sigue doliendo la muerte. Como me dolió la de mi hijo, la de mis padres, la de mi hermano Hugo. Como me duele la mía propia, de forma anticipada. Bofetada tras bofetada. Luchamos por evitar el sufrimiento de nuestros hijos, sin embargo este lo provocamos, siendo instrumentos ejecutores, en cierta forma. ¿Es la pescadilla que se muerde la cola?

Perdonamos, cerramos ciclos, guardamos recuerdos e intentamos no pensar demasiado, por nuestra salud mental. Y no se puede culpar a nadie esto.

Me gustaría daros un mensaje de aliento y atenuaros la angustia. Pero aquí se acaba. Niñez, adolescencia, madurez y senectud.


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