Capitulo 3: El impostor.

Veintisiete. Ya no hay vuelta atrás. Entré a la rueda de hámster a la velocidad del rayo. Como todo ser inconsciente deseaba las maravillas de libertad e independencia de las que alardeaban en la vida adulta.

Repartidor, camarero, dependiente. Realmente no por necesidad. Mis padres querían que fuera consciente del valor de una vida.

Mi primer trabajo coincidió con mi decimoséptimo cumpleaños. Mi hermano se acercó con su sonrisa socarrona y depositó ese taco de revistas sobre mi cama. Eran revistas locales donde se anunciaban eventos culturales varios sobre arte, teatro, música en directo. Mi misión era abastecer con ellas varias tiendas y bares de la zona de moda. El resto de zonas las abarcaba él. Patearme la ciudad y conocer a los dueños de los locales me creó puentes para futuros vínculos laborales.

El Ruido Rosa era mi favorito. Detrás de la barra siempre me atendía una chica pelirroja que azuzaba su melena lisa tras la oreja derecha mientras pestañeaba lento al hablarme. Tras siete pestañeos y tres cervezas me congeló el corazón. Pero eso ya es otra historia. Volviendo al hilo principal, acabé trabajando tras esa barra durante nueve meses repartiendo brebaje dorado, ron dulce y burbujas blancas. Y a veces miradas, sonrisas y besos.

Sin embargo a mi cueva sólo acudía los fines de semana. Necesitaba algo más. Vi entonces aquel cartel despegado por una esquina que se balanceaba haciendo ruido con el viento hasta que cayó frente a mis pies. “Se busca dependiente, responsable y con habilidades sociales”. Aham. Recogí el papel, aquel número parecía un dos. No, un siete. Llamé y tras el segundo intento contacté con alguien al que parecía haber interrumpido a la hora del tentempié. Tras aclararse la garganta comenzó su relato, y tras siete minutos de monólogo llegué a la conclusión de que el manjar de hoy había sido lengua. Resumiendo, su mujer se había fracturado un hueso del antebrazo y necesitaba un sustituto que se hiciera cargo de atender a los clientes y llevar la caja de aquella tienda de ropa de segunda mano. Vintage la llaman. Acudí a ver la tienda en calle Maestra y debí caer en gracia ya que ese mismo día me dio tarea. Ni corto ni perezoso, mostré mis grandes virtudes sociales e hice mi primera venta. La primera de muchas, y de una época de More Than Words, cigarros y charlas con lo mas variopinto que apoyaba los codos sobre ese mostrador.  

Fueron años de aprendizaje, de rodaje, de conocer. Y conocerme. Preludio de una aventura. Y es que no se me iba de la cabeza.

La primera vez que piloté aquella avioneta con mi padre a penas tenía 14 años. Apenas era un cacharro de chatarra oxidada pero me dije que eso era a lo que quería dedicar mis horas. Ser piloto. Velocidad, nubes, atardeceres, grandes ciudades, era como teletransportame. Vivir cien vidas. La erótica del soñar.

Tras más de 800 horas teóricas y 150 horas de vuelo al fin era mío. Las calificaciones y pruebas prácticas fueron impecables, estaba pletórico. Sin embargo cuando sostuve el título en mis manos me entró un sudor frío que recorrió mi columna en dirección ascendente hacia mi hueso occipital.  Ciento ochenta y cuatro centímetros de recorrido. Y ya no se fue. Ahí comenzó todo, y no antes.

Mi primer vuelo como primer piloto, abandonando el nido, me lo corroboró. El despegue me puso en aviso y durante el trayecto los hombros casi rozaban mis orejas. Entonces activé el micrófono para informar a los pasajeros del aterrizaje y el aliento arañó mi garganta. Bebí todo el agua que colgaba a mi izquierda y agarré con fuerza el mando. Segundos antes de que las ruedas tocaran asfalto mi vista se nubló. Fueron microsegundos, mi corazón iba a propulsarse.  Gracias a la mano de Santi sobre mi hombro, recuperé la tranquilidad estática.

No le di más importancia. Hasta que llegó el siguiente vuelo. Las sensaciones que me habían ocurrido previamente se apresuraron y agolparon en primer peldaño de la escalera que daba entrada al avión. Empalidecí y lo siguiente que recuerdo es a mis compañeros de tripulación sosteniéndome las piernas y el aire de un abanico vibrando en mis oídos. Evidentemente no subí a ese avión. No sabía que ocurría pero el pánico debía ser algo parecido. Pero eso no podía repetirse.

Me vino a la cabeza Felipe, mi tío paterno, a raíz del despido de la empresa en la que había trabajado treinta y seis años empezó a notar, cada vez más frecuentemente, esa opresión en el pecho y esa visión a veces cuarteada por destellos blancos. Decía que alguien estaba haciendo zumo con su distribuidora sanguínea. El símil era peculiar. La doctora Gádor le recetó aquellas pastillas naranjas y decía que le devolvían la respiración.

Se que automedicarse no esta bien visto , pero , ¿acaso un piloto tirado en la pista lo está?

No voy a negar que algo ayudó. Los siguientes vuelos fueron aceptablemente bien, pero no conté con lo que se estaba gestando detrás de mis órbitas. Era difícil que la magia naranja pudiera con aquello. Estaba en mi cabeza, brincando entre mis neuronas,  de una a otra, de puntillas, sin darme cuenta.

Allí estaba yo, hablándome mal, pensando que no valía para ser piloto, que todo había sido fruto de la suerte. La vida que me había empujado hasta aquí. El título era lo menos que podía haber hecho para que mis padres durmieran tranquilos. La realidad era que no merecía haber llegado a donde estaba.

En las reuniones observaba a mis compañeros uno a uno, detenidamente. De vez en cuando alguno de los más experimentados se acercaba a felicitarme por mi trabajo, sosteniendo su mano en mi hombro como gesto paternal. Estaba aterrorizado. ¿Cuándo se darían cuenta de que era un farsante, un impostor? ¿Cuánto duraría su ceguera?

Lo que tardé tiempo en entender es que el ciego era yo.

Hay mucho trabajo que hacer. Pero hoy estoy agotado para escribir mejor.


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