Se atusaba el bigote mientras se olía los dedos. Le gustaba disfrutar ese placer íntimo que podía realizarse de manera pública. Disimulada y pública.
Aquella noche el público era numeroso. Mil rostros, ese era el aforo de aquel lugar y una vez más, estaba completo. Mil personas no son tantas, parece más de lo que luego es.
Es raro estar frente a tanta gente que te observa, unos con extrañeza, otros con curiosidad. Todos con cierto miedo siempre, aunque en su cobijo de oscuridad esa extrañeza era más llevadera. Entre su cuerpo y su audiencia estaba esa puerta con barrotes oxidados. Simulaba ser una jaula, pero para nada se sentía en una prisión. Todo era atrezo.
La gente escudriñaba, con la frente arrugada, intuían su presencia, pero eran incapaces de ver como se mostraba. La composición cumplía perfectamente la regla de los tres tercios: un auditorio en penumbra, un escenario iluminado y su habitáculo de espera en sombra. Una parte de luz por cada dos partes de oscuridad, extraños ingredientes de su receta del éxito. Siempre había sido un poco así. Más sombra que luz.
Nunca imaginó que terminaría dedicándose a esto, a mostrarse como una atracción para ganarse la vida. En su pueblo natal nunca destacó por nada, pero aquello quedaba ya muy lejos, tanto que parecía otra vida. Una vida vivida por otra persona. En el lugar del que provenía era difícil destacar, realmente nadie lo hacía, nadie destacaba, todo era caótica e imprevisiblemente plano y homogéneo.
Ni siquiera aquella vez que un cordero nació con dos cabezas, eso no llegó a causar gran sensación, más allá de la merma que suponía para su dueño tener un animal que no llegaría a una edad adulta y por tanto no sería productivo. Cortarle una de sus cabezas no lo hizo más rentable, pero tampoco importó mucho.
Y no se puede decir que aquel acontecimiento estuviera empañado porque coincidiera con el nacimiento de los gemelos albinos que vinieron al mundo una semana antes, ya que aquello tampoco destacó mucho. Lo de ser gemelos sí fue un poco más sonado, siempre se agradecen la llegada de más manos que ayudaran a sacar adelante el negocio familiar y eso fue celebrado. Lo de albinos ni siquiera se mencionó, muchos en su familia lo eran y muchos más en la comarca.
En su dialecto natal, que era extraordinariamente rico, ni siquiera existía esa palabra, una palabra específica equivalente para referirse a alguien que era albino, aquello era tan habitual como tener uñas en los dedos. Excepto para la pequeña Elea, pero ella ni siquiera tenía manos, así que poco importaban sus uñas. Sus no uñas, de hecho. Y aquello tampoco destacaba pues pronto desarrolló gran habilidad para manejar pequeños utensilios con sus pies. Sus pies sí que tenían uñas, eran unos pies normales, pero tampoco se mencionaba nunca nada al respecto.
Para ayudarse a hacer más llevadera la espera antes de salir al escenario le gustaba distraerse recordando esas cosas. La lejana normalidad de su anterior vida.
Inevitablemente le llevaba a recordar el día en que se truncó toda la normalidad. Había pasado la mañana en el bosque cazando pequeños animales: ratones, ardillas y conejos, fundamentalmente. Los hacía caer en trampas, luego los cogía con sus manos y retorcía su cuello. Los animales no sufrían y luego podía aprovechar íntegramente sus pieles para hacer prendas. Y así es como subsistía en su vida anterior. Una vida sencilla y sin sobresaltos.
Cuando daba por finalizada la jornada, regresaba hacia casa. Era una caminata de unos cuarenta minutos, esa era la distancia que se solía adentrar en el bosque. Aquel día caía la tarde y de regreso a casa le llegaba el olor a humo de las hogueras que se empezaban a encender en los hogares. El otoño estaba finalizando y el frío llegaba con rapidez, pero el olor a humo aquella tarde le pareció demasiado intenso para la distancia a la que se encontraba.
Al alcanzar la cresta de la última colina antes de divisar el valle donde se asentaba el pueblo no se sorprendió de verlo reducido a cenizas. Había ardido todo de manera devastadora. No quedaba nada ni nadie, el fuego había acabado con la vida de todos. Así, sin sobresaltos, se hizo a la idea mientras caminaba de forma pausada por la calle principal atravesando de un extremo a otro y continuando de largo sin volver la vista atrás. Allí ya no había nada que hacer.
Caminó por dos días sin cruzarse con nadie, su idea era dirigirse a la capital. No sabía bien como llegar, pero alguien le dijo que se encontraba siguiendo en esa dirección y allí se dirigió. No sabía que haría cuando llegara, tampoco le importaba, simplemente no tenía otra idea.
Y no le hizo falta, en su camino se topó con una caravana itinerante. Era una especie de circo que se dedicaba a actuar en las ferias. Recordó que en su infancia hubo una vez uno que paró unos días en los alrededores de casa. Aquel era un recuerdo que rompía un poco la linealidad de su memoria. No se propuso unirse a la caravana, ni nadie le invitó, simplemente encajaba en ella y se quedó.
– Vamos Bleis, es tu turno.
El enano bizco que se sentaba a su lado le sacó con un codazo de sus recuerdos y le devolvió a la realidad
– No me llames así. Usa mi nombre, me ayuda a ponerme en situación.
Por fin la atronadora voz del maestro de ceremonias le presentaba ante el gran público:
-… desde las lejanas cumbres nevadas del este: ¡Blasy!
Su turno. Ahí estaba acaparando la mirada de todo el mundo.
Avanzó hacia la luz y al mostrarse todos enmudecieron. Ahora se sentía cómoda.
Se atusaba el bigote y se olía los dedos. Ser mujer barbuda no estaba tan mal.