Libia no se parece en nada a lo que me habían contado. Es mucho peor. Aquí la gente no se establece y vive. Solamente luchan por sobrevivir, a toda costa.
Cuando llegué con Mousa y con Hamza sólo queríamos empezar una nueva vida allí. Teníamos algo de dinero, pero allí la desconfianza hacía que tuviéramos que llevarlo siempre encima. Había mucha gente que se dedicaba a enviar jóvenes de un lado para otro, la mayoría a la costa de Libia o de Túnez. Era lo que mejor sabíamos hacer Hamza y yo, pero allí las cosas no eran como en Tamanrasset. Allí un descuido te podía meter en una cárcel, o peor, una bala en la cabeza.
Estuve un tiempo intentando encontrar trabajo en algún taller, pero si algo sobraba en Sabah era la mano de obra. Pasaba el tiempo y yo no encontraba nada que hacer en lo que me pudiera sentir seguro. Hamza empezó a trabajar con algunos traficantes que enviaban a jóvenes a la costa. Quería que lo acompañásemos Mousa y yo, pensaba que tener un niño cerca ayudaba al negocio, hacía ver que no era alguien violento. Allí casi todos lo eran. Alguna vez accedimos, pero al ver el tipo de personas con las que trabajaba le dije que yo podría acompañarle, pero que se olvidase de usar a Mousa.
Una tarde de calor insoportable, Mousa y yo nos resguardábamos del sol en una sombra cerca de las ruinas donde estábamos durmiendo. Vimos aparecer a un grupo de policías que venían directos hacia nosotros. No pensábamos que vinieran a por nosotros ya que había mucha más gente allí con nosotros, pero al llegar, preguntaron por mí y no tuve tiempo de pensar en nada. Me esposaron y me llevaron a un furgón. A Mousa también se lo llevaron en otro furgón distinto.
No pude ver a dónde me llevaban, mi cabeza funcionaba a mil, pensando en mi hijo, en qué iba a pasar con él. ¿Por qué estábamos detenidos? ¿También estaría detenido Hamza? Cuando llegamos a la estación me mandaron directamente al sótano. Allí estaba Hamza, me costó reconocerlo, tenía la cara hinchada por los golpes que había recibido. Al verlo lo entendí todo, les había contado todo y allí estábamos, presos y lejos de nuestro hogar.
Estuve cinco años en la cárcel en Sabah. No sé qué ha pasado con Mousa. A Hamza no le volví a ver entonces. En Sabah las cosas nunca eran tranquilas, la guerra hacía que las fuerzas de seguridad fuesen escasas, cambiantes y aleatorias. Cinco años. Tuve mala suerte, esperaba que hubiese sido mucho menos, pero en una de las batallas que tuvieron lugar, los guardias se marcharon y un grupo de presos pudimos escapar. Un preso mató al guardia que dejaron a cargo y se hizo con las llaves. Nos liberó a todos. A partir de ese momento mi único deseo era salir de allí. Salir de Sabah. No sabía donde estaba Mousa y sabía que recuperarlo iba a ser imposible. Me fui. Lo abandoné todo y me fui. Cambié de nombre, me inventé un pasado. Quería ser otra persona, empezar de nuevo. Quería volver a ser el hombre que trabajaba en el taller junto al viejo Mousa y que pasaba las noches con Teenemba, pero no podía ser. Si quería sobrevivir tenía que ser otra persona.
Saikou Ifono nació en Firou, Benin. Tenía ya 52 años y había vivido una vida solitaria. Al cumplir los 30 años y no haber conocido a ninguna mujer que quisiera casarse con él, decidió irse de allí y acabó vagando de pueblo en pueblo. No le gustaban las ciudades, no hacía amigos. No hablaba de su pasado. Era un señor amable pero sus ojos dejaban ver la dureza de su vida. Vagando hacia el norte llegó a un pueblo llamado Tawendert y se estableció. Le gustaba aquel lugar. De alguna manera le resultaba familiar.
Conoció a sus gentes se dedicaba a la carpintería. Fabricaba muebles para todo el pueblo. Aquel lugar era tan pequeño que era como una pequeña familia, empezó a cuidar de la gente y la gente empezó a cuidar de él. Entabló muy buena amistad con Ibrahim, el panadero del pueblo. Todas las noches se tomaban un vino y hablaban de la vida. Ibrahim hablaba del pasado, Saikou lo dejaba hablar. Contaba historias como nadie y Saikou sabía escuchar. Todas las noches, al llenar el último vaso de vino, Ibrahim le contaba a Saikou la historia de su hermano Sisoko, que sin decir una palabra desapareció de allí con sólo 14 años. Ibrahim le decía que le recordaba a él. Todas las noches, Saikou se acaba el vaso en silencio, le daba un abrazo a su amigo, y se marchaba. Todas las noches. Todas las noches Saikou lloraba de camino a casa.