Capítulo 5. Brecha

Mientras espero en la cola, pacientemente, a que llegue mi turno, entre el ruido del supermercado, mientras las cajas registradoras pitan, los carros arrastran sus ruedas de un lado a otro, y mentalmente cuentas las bolsas que vas a necesitar,  en ese momento, anodino e insignificante, es cuando me golpea la revelación de la verdad. Una verdad con minúscula, ya que no deja de ser una verdad personal e irrelevante para toda persona que no viva dentro de mi piel.

Hay una brecha, un abismo insalvable, entre mi persona, y la sociedad. Escucho conversaciones ajenas y refuerzan mi convicción. Leo las noticias de hoy y los cimientos de mi idea se hacen inamovibles. Ya jugaba con cierta ventaja, pero este último año me ha llevado a lo antisocial por la puerta grande. Se podría decir, con un pequeñísimo margen de error, que odio a la humanidad. Amo a las personas, pero odio la humanidad. Es una contradicción, lo sé, pero así somos los seres humanos, capaces de tener en la cabeza dos pensamientos dicotómicos e irreconciliables al mismo tiempo y seguir respirando como si el mundo no fuese a explotar en cualquier momento (aunque todos sabemos que el mundo va a explotar en cualquier momento, que de hecho está explotando en este preciso momento en miles de sitios que no nos importan un carajo, que el mundo se esta rompiendo por las costuras pero que oye la nueva serie de hbo está genial).

La brecha siempre estuvo ahí, alimentada por ese sentimiento tan humano de creerse mejor que los demás (aunque luego en la oscuridad o enfrente del espejo te odies e incluso te den ganas de golpearte en la boca del estómago con todas tus fuerzas, incluso cuando lo haces una y otra vez hasta que te mareas un poco), pero en este ultimo año, la brecha se ha hecho inmensa.

El año de los idiotas, el año de las mentiras, el año de los irresponsables, el año de banalizar la muerte, el año en que disparamos en la nuca al ser agonizante que era el civismo. El año en el que se exhibe el orgullo de llamarse negacionista de la ciencia, en el que se ha vendido miedo y negociado con la vida, y puesto en peligro más vidas por hacer caso antes a periódicos que venden miedo que a científicos que transmiten esperanza. El año en que hemos tropezado con la misma piedra tantas veces como muertos llevamos sobre nuestros hombros. Muertos que se han normalizado, cifras que por repetidas ya no asustan ni apenan. 200 muertos diarios, 300 muertos diarios, 700 muertos diarios, vámonos de cervezas que nos van a volver a cerrar los bares.

Y os preguntaréis quien son los idiotas, o cuáles son las mentiras o quien los irresponsables, y cada persona que lea esta nota pensará que los idiotas son unos u otros, y los irresponsables y las mentiras dependerán del idiota que lo lea y del idiota que lo escribe. Y hay que joderse, porque todo es relativo y no existe el absoluto, en absoluto. No existe, excepto en la estupidez, que es eterna, omnipresente, total.

¿Y quien me creo que soy yo para juzgar a los demás?. Pues precisamente, la relatividad de nuevo, y la estupidez eterna, absoluta y omnipresente.

Y así, me he separado aun mas de todo y de todos. La mayoría de los planes que urdo incluyen la soledad, y la mayoría de mis fantasías son de ermitaño. De vez en cuando hago propósito de enmienda, y decido que no voy a enfadarme con mis amigos y familiares si me entero que hacen de su capa un sayo. Decido que voy a vivir y dejar vivir, que voy a centrarme en mi pequeño círculo y no pensar en lo que hace el resto. Incluso a veces pienso en pasar de todo y hacer lo que me venga en gana. Pero esa decisión suele tener escaso recorrido, porque entonces recuerdo a mis pacientes, muertos en soledad, a las familias que no pudieron despedirse de sus seres queridos por culpa de la pandemia. El tiempo que mi mujer no pudo pasar con su padre en los últimos meses de su vida, mi hija con su abuelo. Recuerdo mi aislamiento de mi familia y amigos. Mi salud mental resquebrajada, hecha añicos, reconstruida, vuelta a romper y vuelta a arreglar en cada jodida ola. Pienso en la sobrecarga de trabajo durante más de un año. En las horas extra no pagadas, en los días que vi el sol salir y ponerse mientras trabajaba. En el sudor que cae por mi espalda cuando llevo el EPI durante un rato. En el sonido de mi voz tras dos mascarillas. En la soledad y la extrañeza que aún experimento cuando me quito el EPI. En la cárcel en la que siento que se ha convertido mi vida. Y entonces pienso en como hubiera sido todo si las decisiones se hubieran tomado con la ciencia como guía y no la ideología o el miedo a la economía o a la pérdida de votos. Pienso en que hubiera pasado si la gente se comportase con civismo, si le dieran su justo valor a una cerveza y a una vida humana. Y entonces, de nuevo, la brecha. Y esa verdad, minúscula e irrelevante para vosotros, me golpea mientras hago cola en el supermercado y me inunda los ojos de rabia.


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